Durante diez días he ejercido exclusivamente de esposa y madre. A Carlos le han operado de un pie, nada grave, y he cogido días en el trabajo para ocuparme de él y del peque.
Es un trabajo tremendamente ingrato el de ama de casa, una tomadura de pelo como una catedral. En el lado positivo desde luego están los buenos ratos jugando los dos con Víctor, al que se le notaba contento de tenernos a los dos para él sólo, y también las risas que Carlos y yo hemos conseguido recuperar en algunos momentos de estos días.
La experiencia me lleva al dilema sobre si seguir trabajando en este horario o no, aunque las posibilidades de conseguir un cambio son muy remotas. Me he dado cuenta de lo que me estoy perdiendo a diario en casa, aunque intente compensarlo durante los fines de semana.
Anoche Víctor tenía fiebre muy alta y lloraba sin parar. Estabamos los dos solos en casa. Le desnudé y me quité yo también el jersey para abrazarle y tranquilizarle. Así, con el chupete, en penumbra y piel con piel se le fue pasando y hasta conseguí que cenara un poquito, una papilla de cereales que tuve que preparar con él en brazos (sus doce kilos y pico) porque no consentía que le dejara en ningún sitio. Con él escondido en mi pecho le fui metiendo poquitos de papilla mientras el pobrecito hipaba. Cuando no quiso más le dejé así, tumbado sobre mí en el sofá, mientras yo veía la televisión sin voz, muerta de hambre y con unas ganas tremendas de ir al baño. Acabó por dormirse rodeado por mis brazos y escuchando mi corazón.
Tener un hijo tiene muchos inconvenientes, tu vida salta por los aires y a veces te gustaría volver a la libertad y la despreocupación de antes, pero la verdad es que cuidar anoche de mi cachorrito y llevarle después a la cuna plácidamente dormido me hizo sentirme la mejor madre del mundo.
Pero vamos, que lo de dedicarme sólo a la vida doméstica, ni de coña.
martes, 4 de noviembre de 2008
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